Joaquín García-Huidobro y Diego Pérez Laserre
Instituto de Filosofía U. de los Andes / Facultad de Derecho U. San Sebastián
La reciente publicación de dos traducciones de textos de primer nivel –Tomás de Aquino de John Finnis y El Federalista de Alexander Hamilton, James Madison y John Hay- por parte del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) no sólo constituye una buena noticia para el público culto; también nos pone frente a una cuestión de máxima importancia para el futuro de las universidades: ¿qué valor le asignamos a las infinitas horas de trabajo que Fabio Morales y Pablo Ortúzar, los respectivos traductores, dedicaron a esa labor? En suma, ¿qué importancia tienen las traducciones en el mundo universitario chileno?
No es ninguna novedad que la academia se haya visto inmersa en el mundo de la técnica, como prácticamente toda otra actividad. De acuerdo con esta lógica, el valor se mide por lo calculable, y lo que importa no es tanto lo que se produce, sino cuánto se produce. Como consecuencia, las universidades se han visto obligadas, para efectos de ser medidas bajo parámetros “objetivos” y obtener acreditaciones, a fijarse no en la calidad de sus académicos, sino que en el número de sus publicaciones indexadas. No resulta casual que se hable de “producción” académica. Da igual si se escribe sobre la vestimenta que utilizaba Kant los fines de semanas o sobre los fundamentos de la normatividad ética en el pensamiento del filósofo alemán. Lo importante es que se escriba en las cantidades requeridas por el sistema.
Las traducciones han sido las principales víctimas en el panorama recién descrito. En efecto, CONICYT y la CNA no le atribuyen ningún mérito a este tipo de trabajos, lo que a su vez lleva a las universidades a instar implícita o explícitamente a que sus académicos no realicen labores de traducción. Hoy sólo un Quijote se atrevería a dedicar tres décadas de su vida a traducir Ser y Tiempo, de Heidegger, como hizo Jorge Eduardo Rivera. Es más, lo probable es que no consiguiera hacerlo, porque antes sería despedido por “escasa productividad científica”.
Sin mayor reflexión, se asume que la traducción busca simplemente transponer las palabras de un idioma foráneo al propio: así, el traductor sería un simple Google Translator artesanal.
¿Qué razón está detrás de estas políticas? La primera respuesta que se viene a la mente es que, mientras que un traductor se limita meramente a repetir lo ya dicho por otro, quien elabora un artículo tiene que innovar en algún aspecto de su área (aun cuando sea en un sentido restringido). En ese sentido, sería totalmente razonable que se les reconozca a las traducciones un menor valor.
El problema con esta respuesta, empero, es que no comprende en qué consiste la labor de traducción propiamente tal. Sin mayor reflexión, se asume que ella busca simplemente transponer las palabras de un idioma foráneo al propio: así, el traductor sería un simple Google Translator artesanal. Sin embargo, traducir es mucho más que eso. Las palabras no son simplemente herramientas que utilizamos para describir a los objetos que nos rodean, sino que constituyen el único instrumento por medio del cual comprendemos el mundo. Como dice Gadamer, “Nada es tan extraño, y al mismo tiempo tan exigente, como la palabra”
Una buena traducción, por tanto, no es aquella que logra la mera equivalencia de las palabras, sino la que resulta capaz de transmitir, en un idioma distinto del original, la imagen de mundo que el autor plasma en el texto. En ese sentido, parece que las traducciones tienen un valor superior (o por lo menos equivalente) a las producciones autónomas. Las políticas que minusvaloran la labor de los traductores tienen algo de provincianas: ellas nos son conscientes de que los traductores nos llevan a otros mundos.
Fuente: El Libero 4 de Mayo de 2019.